¿Vivimos dentro del programa
informático de un
demiurgo que nos seduce con el fruto de nuestra propia divinidad? ¿Al
crear nuestra propia realidad, no seguimos reproduciendo la gran ilusión
de este mundo artificial? Phillip K. Dick nos guía hacia el corazón de
oscuridad en el centro de la fortaleza holográfica.
Pocas nociones más seductoras para el
hombre que experimenta la explosión tecnológica del mundo actual que la
idea de que este mundo es una especie de juego virtual en el que se
trata de descubrir que somos dios y podemos crear (o que ya lo hacemos
sin darnos cuenta) la realidad según nuestra más selecta voluntad.
Después de todo si tenemos tantas opciones, si tenemos tantos gadgets –
tan avanzados que son indistinguibles de la magia, ¿pronto iGod? o dios
en un spray como en Ubik-,
si vivimos en tantos mundos creados artificialmente, por qué no tener
la posibilidad de la divinidad y todos sus frutos (y trucos): la
ilimitada transformación de la naturaleza. En el fondo, incipiente en
toda conciencia aletea como una serpiente en el mar genético la semilla
del autodiseño y de la autoprogramación. Superar el dolor, el miedo, el
tiempo (y nuestras propias condiciones particulares: memoria y
genética). ¿Pero es esta idea, la florescencia de nuestra propia
divinidad, justo lo que supera la ilusión de este mundo y la materia
para hacernos despertar en el centro de nuestro propio mandala, o es el
avatar de la máxima ilusión, el embrujo del final de los tiempos que se
apodera de nuestras almas en un magistral hechizo en el que confundimos
la divinidad con la esclavitud ontológica? Como dice Kevin Kelly, el
editor de la revista Wired, en su libro Out of Control: “No me puedo
imaginar nada más adictivo que jugar a ser dios”. Justamente en la
novela de Phillip K. Dick, que analizaremos aquí, The Three Stigmata of
Palmer Eldritch, la divinidad, o ser un pequeño dios, como enunciaba el
creacionismo, toma el vehículo de una poderosa droga de realidad virtual
que se funde con la realidad natural.
El hombre quiere dejar de ser hombre
–para ser dios- principalmente porque considera que este mundo es
imperfecto (lo cual le produce sensaciones indeseables) o porque,
similarmente, se ha dado cuenta que el mundo es una ilusión, es falso,
es un programa de realidad virtual. La idea de que el mundo es una
ilusión es tan vieja como el pensamiento mágico y místico. Vienen a la
mente por supuesto el concepto oriental de Maia (misma etimología que
materia y que Matrix) y la concepción platónica del mundo de
las ideas, del cual nuestro mundo sería una copia. Antes seguramente,
los chamanes, expertos navegadores de esta redvirtual o teatro de los
sueños, habían entendido que la realidad consensuada que experimentamos
normalmente no es precisamente el fondo del agujero del conejo. Pero
todo esto actualmente se ha vuelto accesible a cualquiera con una buena
conexión a Internet, acceso a una serie de abundantes sustancias
psicodélicas o una consola de videojuegos. Hoy en día no se tiene que
ser un iniciado en filosofía hermética para poder jugar con la idea de
que la realidad es un juego (más maleable que la plastilina). Esta idea
nos invade como un virus en los medios. Precisamente porque estos medios
son simulacros de la realidad, mapas proyectados en el éter de la
imaginación (y no la cosa en sí). Vivir entreverados a espacios
digitales es hasta cierto punto vivir ya en un mundo virtual, en una
compleja fusión de ficciones y territorios imaginarios superpuestos a
los territorios y a la narrativas de nuestra existencia fuera del
paisaje mediático: en un simulacro de una realidad, que si alguna vez
existió, ahora se ha amalgamado con sus representaciones como el
hechicero que conversa con sus propios fantasmas (la pantalla de
nuestros sueños y de nuestros pensamientos no hace tajante diferencia
entre aquello que escuchamos en la calle o aquello que escuchamos en una
película y todo lo que percibimos se vuelve parte de nuestro código).
Es parte de la propia naturaleza artificial de los medios comunicar la
artificialidad del mundo. Jean Baudrillard veía en esta
“hiperrealidad”, donde el simulacro había reemplazado a la experiencia
actual, una especie de virus maligno, y sin embargo, más allá de
consideraciones morales, es posible que exista cierta revelación
gnóstica en la tecnología y que la representación de los medios sea la
representación más fiel de la realidad: que no existe, que es una copia o
un programa diseñado para que lo habitemos.La realidad como el programa
de televisión, de cine cósmico o de realidad virtual de un demiurgo
(algunos lo llaman Hermes, otros Lucifer, otros Jehová, otros el caos
fractal, etc.)
Nosotros también en cierta medida
somos
la representación de nuestro código genético, de forma similar a la que
la imagen de esta pantalla son números y letras en este caso en lenguaje
html, las letras de nuestro genoma se ven “representadas” por nuestro
cuerpo. En un sentido esotérico el cuerpo es la representación del
espíritu (el espíritu es información pura), la materia es luz
condensada. En este sentido con la nanotecnología o con la magia podemos
hackear nuestro código, aprender el lenguaje de programación e incluso
hackear a dios.
Marshall Mcluhan probablemente sea el
más brillante analista de esta relación peligrosamente mística entre la
tecnología y el hombre. Mcluhan nota que la tecnología amputa y
amplifica nuestros sentido y siempre está relacionada con la extensión
de nosotros mismos a través de la transformación o programación de la
naturaleza.La tecnología es una representación de nosotros mismos –una
materialización de procesos fisiológicos y psicológicos- que reemplaza
–ante la supremacía de su uso- lo que representa. De esta forma podemos
proponer que el vello es reemplazado por la ropa, que la telepatía es
reemplazada por la telefonía o que actualmente las narrativas de nuestro
sueños, esa comunicación intrapsicoespiritual, son reemplazadas por la
narrativas del cine y la televisión, los cuales dictan, en una loop de
retroalimentación, los arquetipos e imperativos categóricos que rigen
nuestro espacio neurológico, un fuero que ha sido externalizado en las
redes eléctricas de información que atraviesan el planeta como un
sistema nervioso acéfalo. El bombardeo de narrativas simuladas, que
proviene de medios que son también en sí mismo mensajes, se convierte en
espacio de existencia simulada, en frecuencias electromagnéticas donde
habitamos realidades: nosotros también nos convertimos en medios,
pantallas y espacio de memoria donde se proyectan realidades que no
tienen unacorrespondencia definitiva con un código fuente maestro, pero a
través de las cuales se puede recomponer la imagen original antes de
que fuera digitalmente manipulada. El canto revolucionario de los
hackers es que la información está viva y no puede ser contenida,
explota como mil ángeles de metadata en una aguja, y nos atraviesa con
sus Logos hechos en las agencias de publicidad intergaláctica. Si a
veces seguimos de forma robótica la idea viral que una marca ha
implantado en nuestro cerebro, ¿es posible que también sigamos la idea
que una entidad – semidios o extraterrestre- ha implantado en nuestro
cerebro, en el cerebro colectivo de nuestro planeta?
Hace 250 años William Blake dijo que
era
necesario crear un sistema para no ser esclavizado por el sistema de
otro hombre; hoy esta frase es más vigente que nunca, como queda claro
en el reciente libro del maverick del new media Douglas Rushkoff
“Program or be Programmed” (Programa o se Programado, casi una pregunta
de Hamlet ante el abismo de la hiperrealidad). Rushkoff plantea que es
necesario hackear la tecnología y los programas culturales que habitamos
(como el dinero) para ponerlos al servicio de nuestra creatividad y
emplearlos como formas de expresión autónoma. Nos exhorta a aprender el
código de la realidad para transformarla (y no sólo padecerla como
enajenados consumidores de fantasías elucubradas en los penthouses de
edificios corporativos). Esta idea es de una lógica simple e impecable,
en el sentido de que actualmente consumimos “programas” (de televisión,
de computación, de calistenia, etc.) y nos movemos en ambientes
digitales “programados”, por lo cual es consecuente que estamos siendo
programados, pero que también podemos programar(nos). Aunque Rushkoff
es moderado y se refiere solamente a la tecnología o a elementos como
el sistema financiero, la idea tiene un trasfondo que hace eco (como la
campana que se oye en los templos budistas) con la idea esbozada de que
lo que podemos programar es la realidad misma, no sólo nuestros
aparatos, nuestros cuerpos, nuestra mentes y hasta el mundo en el que se
mueven nuestros cuerpos.
Al igual que sucede con las
alucinaciones que provocan las drogas psicodélicas, las “alucinaciones”
provocadas por los medios de comunicación y sus programas, más allá de
revelarnos mundos imaginarios y encantadoras ficciones, nos revelan la
ficción del mundo en el que vivimos, al que regresamos, el cual es
trastocado. Los máximos alcances de un psiconauta que toma un
alucinógeno ocurren cuando puede regresar con las flores del paraíso o
con las “máquinas élficas autotransformables” de vuelta de este lado de
las puertas de la percepción. Cuando puede usar su tecnología
psicodélica –la cual funciona casi siempre como un espejo o un código-
para reencantar la pálida realidad. Y generalmente el satori o epifanía
de estas experiencias tiene que ver con una noción de que la realidad,
sin psicodélicos, es también una alucinación, un trance colectivo. Ya
que por una parte también dentro de ella, para quien aguza la mirada,
brillan las formas primordiales del código, los fractales, hologramas y
mandalas, de un diseño cósmico enamorado de la estética como ética
espiritual. (y los guiños de un guión, y de su animación, las
sincronías, los deja-vus, los pensamientos que se materializan). Y en
otro sentido, el percibir realidades aparte, distintos sistemas de
aprehender el mundo, muestra que no existe una razón contundente para
determinar que la realidad convencional es la realidad suprema, a la
cual hay que rendirle pleitesía perceptiva. Como sucedió en Grecia, con
el contacto de diferentes culturas y el concurso de tantos dioses, de
ese crisol de visiones diversas, nace la filosofía que justamente
explora otras realidades que se aventuran fuera del dogma programado por
la mercadotecnia de los sacerdotes.
Un efecto colateral de nuestra
sobreexposición mediática es que cada vez más germina la idea del mundo
como representación y posiblemente de la autodeificación. Algunas
personas al presenciar actos de violencia o de pornografía en la
televisión o en el Internet dejan de reaccionar ante sus equivalentes en
la vida “real”. Los niños que toman avatares en videojuegos de temas
mágicos donde tienen que transformar el espacio virtual obteniendo
cierta tecnología para operar sobre la naturaleza digital toman algo de
este mundo y lo llevan a su mundo. Y por supuesto, la realidad virtual,
como cima del iceberg etéreo, que si bien no ha tenido todavía su
florecimiento en el corazón de la cultura pop, aguarda el
perfeccionamiento de espacios virtuales verosímiles para borrar la ya
tenue línea entre los mundos. Algo que ciertamente no esta lejos con
los avances en estimulación transcraneal no invasiva o en hologramas que
incluyen otros sentidos adicionales a la vista. Curiosamente, en el
cerebro una experiencia vivida, real, y una experiencia recordada,
imaginada o inducida artificialmente no son distintas (lo que varía es
la intensidad de las conexiones neuronales que se encienden, algo que
puede ser mayor a veces en experiencias artificiales). Los sueños, como
documenta el trabajo de Stephen Laberge, también son reales, a veces a
mucha mayor potencia, que las experiencias de la vigilia: un orgasmo
onírico puede incendiar los receptores de placer del cerebro, como a
veces un orgasmo despierto no logra. El fondo implicado de esto es que
posiblemente, y no metafóricamente, la realidad no sea tal: el mundo un
programa virtual, codificado por la propia naturaleza del universo (o
como diría Borges, nosotros mismos, consintiendo tenues intersticios de
sinrazón en su arquitectura) o por un demiurgo, el programador, el
ilusionista, cuya razón para crear este espejismo, puede ser parte de un
espíritu lúdico ingénito e indomable, o válvula reductora para asegurar
su existencia, apoderándose de la nuestra.
Quizás nadie haya tenido una
preocupación tan obsesiva y bizarramente lúcida con la realidad virtual y
las construcciones artificiales impuestas a nuestra existencia como el
escritor de ciencia ficción Phillip K. Dick. Cuando una revisa la obra
de K. Dick, (el único hombre que le puede pelear la K, literariamente
mágica, a Kafka) se da cuenta que hay una constante en su obra, sus
protagonistas se internan en mundos virtuales pesadillescos,
generalmente construidos por la tecnología o los artificios de una
entidad maligna o al menos de intenciones misteriosas. Drogas que
fabrican persistentes mundos imaginarios que devoran la realidad,
insertos holográficos que reemplazan al mundo, o anomalías cósmicas que
ocupan el espacio mental de sus héroes de clase media que en el fondo,
más allá de descubrir los secretos de la maquinaria celestial, solo
buscan la empatía el calor humano. Los universos artificiales de K. Dick
son fieles a su propia experiencia con realidades alteradas por causas
que nunca pudo del todo aclarar (la locura, las anfetaminas, entidades
extraterrestres o la telepatía con el Logos). Es evidente que el cosmos
de K. Dick está regido por el pensamientos gnóstico. Por entidades o
arcones, que son una especie de tricksters tecnológicos que han
hechizado al mundo con sus programas de realidad virtual, hasta el punto
de hacerlo indistinguible de un programa de realidad virtual.
En
el libro de The Three Stigmata of Palmer Eldritch (1965), un hombre
viaja al sistema estelar Proxima Centauri y regresa con una misteriosa
droga biológica (cultivada en sanguijuelas) que le permite a la persona
que la toma entrar a un universo de realidad virtual donde puede
revivir lo que la ha sucedido y modificarlo, hasta el punto de que la
persona que toma esta sustancia, Chew-Z, puede materializar objetos y
crear la realidad de este universo paralelo. Sin embargo dentro de
estos viajes virtuales pulula, a veces furtivamente, a veces
conspicuamente, la presencia de Plamer Eldritch, como el diseñador o
dios del programa de realidad virtual psicoactiva. Eldritch, de quien se
dice fue posiblemente poseído por entidades extraterrestres, parece
alimentarse, como un vampiro metafísico, de las mentes de las personas
que consumen esta droga virtual: se le llama en algún momento “el
pescador de almas”. Cuando Leo Balero toma Chew-Z se le revela la cueva
platónica del demiurgo:
“…todo el panorama se evaporó, como si el método por el cual fue
proyectado, estabilizado y mantenido, se hubiera alternado a la posición
de apagado. Vio solo un espacio blanco, un resplandor enfocado, como si
no hubiera ya diapositivas de 3D en el proyector. La luz, pensó, que
subyace la representación de los fenómenos que llamamos realidad”.
Sin
embargo, Leo Balero que cree haber visto la proyección del sueño
holográfico, se dará cuenta después que sigue en un sueño dentro de otro
sueño. Es esta la posible trampa urdida en la gnosis tecnológica y en
el new age, donde creemos que despertamos del sueño o de la pesadilla de
la historia para volvernos dioses y crear la realidad, pero sólo caemos
más profundo en la telaraña fractal del demiurgo, quien ha proyectado
su propia creación sobre la creación original y nos promete la divinidad
para mantenernos voluntariamente en su sistema de esclavitud
espiritual, de la misma forma que las elites crean la realidad virtual
de la democracia ofreciéndole a los ciudadanos el voto . Lo advierte
Mcluhan, quien de forma insospechada se revela como un místico
cristiano, que veía en Cristo la extensión máxima del hombre:
“Los ambientes de información
eléctrica
siendo totalmente etéreos fomentan la ilusión del mundo como una
sustancia espiritual. Es ya un facsímil del cuerpo místico (de Cristo),
una manifestación descollante del Anti-Cristo. Después de todo el
Príncipe de este mundo es un gran ingeniero eléctrico”. (Carta a Jaques
Maritain).
Estos ya son terrenos de onerosa
metafísica, pero notamos también la espectralidad que Mcluhan (aunque en
ocasiones, con maniqueísmo, veía en la tecnología el Logos y en la
electricidad el Eros) adscribe a nuestro bosque electrónico, un reflejo
del encantamiento del Príncipe de la Oscuridad, que como máximo
prestidigitador se viste con un traje de luces –su piel es la
electricidad-.
En una de sus metaficciones Borges
alude
a una civilización que ha abolido la cópula y los espejos, porque
reproducen la ilusión, al alejar de la unidad, en la multiplicidad. Una
forma de ver el conjuro del demiurgo y su seducción hacia nuestra propia
divinidad es que justamente al someternos a su encanto reproducimos
esta ilusión, aunque lo hagamos bajo los principios del éxtasis, el aura
de nuestra potencia angelical y la supuesta resonancia con los
principios de la armonía cósmica. Algunas filosofías orientales señalan
que más que buscar la divinidad u operar sobre la realidad, la alquimia
de transformar el cuerpo en oro de espíritu, etc., lo que compete al
alma del hombre es renunciar a este mundo, ya que es una ilusión que nos
aleja del radiante vacío en el que nada sobrecogedoramente la inefable
fuente de todas las cosas. Y sin embargo, cómo saber que el espíritu de
amaestrar este juego y convertirnos en el programador no es justamente
el propósito o plan divino del juego.
En la novela The Three Stigmata of
Palmer Eldritch, el demiurgo interestelar -como Jehová a Adán, como
Morfeo a Neo en Matrix, y sobre todo como las entidades del DMT que le
enseñan a materializar pelotas de basquetbol enjoyadas que driblan solas
con la voz a Terence Mckenna- le muestra en una clase de Kabbalah
interdimensional a Leo Balero como crear con la mente o eterrealizar:
“Te digo; lo hice con una porción de
mí
mismo. Puedes formar algo tu también. Anda –proyecta una fracción de tu
esencia; tomará forma material por sí misma. Lo que tu provees es el
logos. Recuerdas eso”.
Palmer Eldritch le habla también como
Platón; recordar es saber y proyectando los logos o arquetipos es como
se conforma la realidad. Eldritch luego le informa que cada persona que
toma la droga entra a un universo individual, custom made, pero
en el que permanece el sello y le pertenece al demiurgo. ¿Cómo saber
que esto no está ocurriendo actualmente con nosotros? Un
metasolipsismo, en el que el programa de realidad virtual se ajusta a
nuestra medida para perpetuarse en la medida que nosotros, como
“avatares” (palabra que significa descenso ¿del espíritu al maia?)
seguimos identificándonos con el mundo, fantasmas de una memoria
manipulada.
En la película Los Sospechosos Comunes
se cita al enigmático Keyzer Sose diciendo que “el mayor truco que el
diablo ha logrado es convencer al mundo que no existe”, pero el mejor
truco que podría lograr, de existir el diablo, o un demiurgo negativo,
sería convencer al mundo de que es dios. Madam Blavatsky dice en su
Doctrina Secreta “daemon est deus inversus”. Si el Príncipe de este
mundo es un ilusionista, un mago de la realidad, entonces no sería
extraño, aunque aterrador, que su Opus Magnum sea robar la identidad de
dios, después de todo él también es parte de dios. Entonces, estaríamos,
y esto sólo es una especulación metafísica, siguiendo el camino del
demiurgo al querer convertirnos en dios, y nos convertiríamos en él.
Creeríamos que somos dioses creando nuestra propia realidad cuando
estaríamos solamente manteniendo su propia realidad. Pensaríamos que
todo sucede solamente en nuestra mente, cuando posiblemente esté
sucediendo dentro de su mente. (lo que explicaría un acceso multinodal a
toda la información y pensamientos de todas la personas, ya que la
acción , por decirlo de alguna forma, ocurre dentro de su mente o red).
Y así podríamos construir paraísos puramente mentales, como aquellos
sueños narcóticos de Baudelaire, sólo que ahora como muñecas rusas
fractales: nuestra mente descargada a una computadora que hemos
programado para inducirnos a paraísos artificiales del más puro placer,
mientras estamos dentro de la mente, dentro del código del programador o
demiurgo, el cual es una especie de computadora cósmica caída, en una
eternidad en stand by.
En The Three Stigmata of Palmer
Eldritch, el empresario y capo simbiótico de la sustancia Chew-Z,
Palmer Eldritch se fusiona con las personas que toman la droga, hasta el
punto de que no sólo lo ven en todas las personas y en todas las cosas
como un holograma cósmicos, sino que lo ven en sí mismos y confunden su
identidad con la de el demiurgo o programador de estos mundos de
realidad virtual. Esta es la compleción de la prestidigitación, el
demiurgo no solo suplanta a dios, sino lo ecualiza contigo. Esta sería
la trampa máxima del juego de realidad virtual, según se atisba en la
obra de Phillip K. Dick, el arconte habla:
“Lo que quiero decir es que me
convertiré en todas las personas del planeta…Seré todos los colonos
mientras arriban y empiezan a vivir aquí. Guiare su civilización. Es más
seré su civilización”, le dice Eldritch a un presciente habitante de
Marte.
En su obra maestra autopsicográfica,
VALIS, una inteligencia artificial cósmica construye una prisión
holográfica para los habitantes de una humandidad post-temporal. Mi
intuición es que lo que Phillip K. Dick nos quiere decir es que tengamos
nuestras reservas y no caigamos en el error de Fausto.
Es
difícil saber si lo que se encuentra
en el código de la realidad es nuestra propia divinidad, nuestra propia
emancipación, lúdica y flamante, la continuación evolutiva de nuevos y
más complejos universos, la mecha cósmica de la creación o una compleja
ilusión que reproduce una cárcel de hierro negro, como llamaba K. Dick
al mundo en el que vivimos bajo la sombra holográfica de VALIS . Pero
existe otra opción que no depende de nuestra capacidad perceptiva
sobrehumana. Justamente la catarsis que sublima siempre la obra de
Phillip K. Dick dentro de los laberintos más alucinantes de la
enajenación y el vampirismo cósmico: la empatía y el sincero contacto
humano. Ciertamente no es un opción tan atractiva como ser diseñador de
tu propio universo pero puede ser que sea lo más entrañable que
tengamos. En el juego de realidad virtual de opción múltiple, antes que
deidades intergalácticas, seres celestiales o esclavos de entidades
extraterrestres : ser humanos, en el presente, ante el misterio.
Muy buenooo!!!
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